¿Alguna vez te has enamorado? - Silencio ensordecedor.

 


Era tarde en la noche, tal vez de madrugada, cuando el llanto de un lobo irrumpió la calma y la brisa que suspiraba serena, de repente, el alarido que atravesó el vacío de la penumbra se volvió tormenta.

Rodeado de rascacielos puntiagudos que parecían derrumbarse sobre mi cabeza, el corazón me latió con fuerza, pero no por el pasar del mal tiempo o lo que implicaba el aullido que disipó el cielo sombrío, agitado, llevaba corriendo demasiado tiempo. Sin destino aparente. Miraba de lado a lado, expectante, totalmente ignorante de lo que podría encontrar, ¿acaso estaba implicado en alguna clase de búsqueda implacable? Pero lo agitado que me sentía me hizo pensar que probablemente escapaba. Y sabía que podía correr todo lo que quisiera, pero no había escapatoria. Entonces, ¿qué más podría hacer?

No es lo lóbrego de la madrugada lo que arrastra sinuosos misterios, sino su frondoso silencio.

Refugiado por el sonido blanco, mudo, recorriendo las calles sin vida y al alero de las luminarias que parpadeaban, a ratos percibí lo traicionera de mi propia sombra cuando le di la espalda. Ningún lugar es un santuario, ni nada ya es sagrado, me repetí para mis adentros, pensando en todo lo que deje atrás por un poco de paz; las miradas conmovidas, la compañía de la manada, un consuelo que no necesito ni me merezco. A lo que alguna vez llamé mi hogar.

Desconociendo las horas que llevaba corriendo, a punto de desfallecer como en una maratón, el aullido como un grito lastimero hizo que me diera cuenta que debía parar un poco y respirar. Darme una pausa. Tan solo permitirme un segundo de calma, llorar un poco para luego seguir hacia delante. Y si es así, ¿cómo se hace? Fue lo que pensé, antes de retomar el camino sin destino, solo por el placer de seguir corriendo y sudar hasta caer, porque la pena tenía que valer.

No importa el tiempo que pueda tomarme, las horas sin comer ni los segundos que pasan fugaces invitándome a cerrar los ojos y dormir. Conciliar el sueño, pestañando un par de veces, aletargado, hasta que tumbo el cuerpo sobre las hojas que se han marchitado y cayeron suavemente secas para brindarme cobija. Y detenerme es a lo que más le temo.

Cierro los ojos y ya los siento sobre mí. Con sus garras afiladas recorriéndome, amasándome la piel entumecida y con su aliento abofeteándome la oreja, susurrando que todo estará bien. Que no me preocupe, que tiempo al tiempo, y que sana, sana, el dolor se esfumara. Pero nadie se da cuenta de lo que menos necesito es escuchar esa mierda optimista, por lo que me quedo impávido, por cortesía, o porque, en realidad, no sé qué decir ni cómo actuar. Entonces, mejor me quedo luciendo una sonrisa triste, patética, esa línea convexa que se me estampa en los labios como yerra, a fuego lento. Y me aguanto. Le imploro a la lagrima que amenaza por escapárseme del rabillo del ojo izquierdo, pidiéndole fervientemente que me aguante un segundo para zafarme del escrutinio público y me prometo que, después, en la intimidad de mi soledad, podré llorar a destajo y con calma.

Recae mi peso sobre mis caderas y las patas se fatigan con cada paso que intento dar solo porque sí. Por inercia. Y sé que necesito parar un poco para beber del agua de alguna fuente o del arroyo que va cuesta abajo, porque la sed me escuece la garganta, y me quedo inmerso escuchando la tenue melodía del agua que fluye como una nana, una canción de cuna que me arrulla y apaga todos mis sentidos, hasta que me vuelvo a dormir.

De la faz de la Tierra, mientras todo dormía, el cielo se incendió en segundos de un rojizo que se tornó anaranjado y culminó esfumándose tras tintes violáceos que invitaron a las nubes grises para esconder el alba. No hubo gritos ni un escandaloso cataclismo. Sucedió en absoluto silencio, como el más grande de los misterios o el más sucio de los secretos. Y todo es más oscuro cuando está a punto de amanecer, recito, casi como un consuelo, convencido de que ya hubiera pasado lo peor, pero eso lo decido yo.

Un aullido vuelve a despertarme o, tal vez, fueron los latidos del corazón que me dio un vuelco. De cualquier manera, corro a través de la penumbra como si no hubiera un mañana, y quizá no lo haya, a menos que llegue hasta la cima de la montaña más alta, diciéndome que, cuando el siniestro venga para devorarnos, anunciando con las cenizas del fin de los tiempos, voy a deshacerme en aullidos hasta que de mí no quede nada más que un insondable silencio.    

Y esa es la razón por la que corro, sueño, me angustio, recurro a la calma y al apoyo de quienes me aman, para que, cuando me brinde una pausa, un respiro, valga la pena el cansancio, el dolor, el tiempo invertido. Lo que realmente importa es el trayecto. El proceso. No es la meta, sino todo lo que vivido. Y sé que ya no quiero huir. A pesar del dolor, quiero seguir presente.

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