Desmoronarse
Siempre imaginé que sonaría como un “crack”. O tal vez gritaría “amén” y podría reconocer que lo merecía. Pero, en una tarde fría de algún septiembre que trato de olvidar, más de una pared se vino abajo.
Al salir de la
habitación, traté de recuperar el aliento, y parecía que este se encontraba
atascado en la cima de mis pulmones.
Salí rapidito,
porque no quería seguir viendo mis nervios y emociones fuera del cascaron.
Ya no le daría
ese permiso.
Cuando esquivé
la puerta y entré en la habitación que compartíamos, ésta se fue expandiendo y
llenándose de toda luminosidad. Estaba solo y me sentí más pequeño con cada
paso que erraba en el interior.
Me quedé un
ratito contemplando por fuera de la ventana y el sol radiante del atardecer me
abofeteó. De un impulso, en lo profundo de mis entrañas, cerré los ojos y pude
verlo todo con mayor claridad.
Y las paredes
de nuestra habitación parecían no encontrar límites. Todo yacía tirado por los
suelos; los escombros y los años que pasamos juntos. Las lágrimas que
derramamos en vano y los recuerdos que me acecharían tras su partida.
Agarré
rápidamente la escoba y supe que mi única misión en el mundo era limpiar el
desastre que se aparecía recurrente frente a mis ojos.
De pronto, escuché
su voz quebradiza del otro lado, preguntándome, casi suplicante, si es que
necesitaba de ayuda. Y sentí cómo las barreras fueron subiendo nuevamente. Con
voz fuerte y decidida le grité que podía hacerlo solo. Y agarré, más bien,
empuñé la escoba y pala con convicción, tal como si mi vida dependiera de ello,
y limpié todos los escombros, hasta dejar la habitación vacía.
Mi pulso empezó
a golpetear con más fuerza. Los latidos desbocados se podrían oír en un eco
galopante contra cada pared. Y quise callarlos con todas mis fuerzas, pero fue
inútil.
Juro que
escuché un “crack”, pero nadie sabrá jamás cómo suena un corazón al romperse. O
quizá tenía un sonido distinto, casi ancestral. Tal vez podría ser una melodía
que se quiebra, una súplica que se vuelve murmullo, el tiempo que no pausa, solo
cesa. Un “que así sea” que se esconde, que se difumina continúo en el infinito.
Mi cuerpo se
tensó y mis piernas cedieron ante la gravedad de lo que se había terminado
entre los dos. Mi pecho se desplomó con el peso del mundo y todo el dolor que
contuve, simplemente corrió salvaje de mis ojos.
Me sostuve con
ambos brazos, apretándome, en un intento fallido de contenerme, pero supongo
que es cierto lo que dicen, que lo mejor es que te consuele, que te contenga quien
te hizo daño. Y atravesando el umbral de la habitación, en cámara lenta, me
sujetó con sus brazos y me hundí en su pecho.
Su pecho
latente; inhalando y exhalando, me calmó como el soplo de las hojas de un árbol
que sigue creciendo, brindando la sombra necesaria para descansar y volver a
continuar.
De pronto, mi
llanto se hizo su llanto, y nuestra pena compartida solo fue media pena.
Sus manos
cálidas secaron las lágrimas de mis mejillas y lo abracé con la fuerza que aún
me quedaba. Él también lo necesitaba y yo solo quería calmarlo como él siempre
lo había hecho.
Y es curioso cómo,
aún en ruinas, el amor puede enmendar, resistir y perdurar.

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