Prólogo: ¿Alguna vez te has enamorado?


Cuando escuché tu voz por el teléfono, un tono apagado, resquebrajado, supuse lo que se presagiaba para los dos. No era como una invitación cualquiera, como cuando solíamos irnos de paseo a la playa, la más apartada de la ciudad, cantando las canciones de la radio a todo pulmón y planificando lo que íbamos a hacer apenas tocar la arena con nuestros pies descalzos, luego recostarnos bajo un cielo nublado y sintiendo la suave brisa marina que se mezcló con tu aroma dulzón, me leíste uno de tus libros favoritos.

Si cierro los ojos, siento vívidamente la frescura de las olas del mar que retumbaban sin piedad contra las rocas, el silbido de la brisa que gentilmente acariciaba los granitos de arena haciéndolos rodar hacia nosotros mientras yacíamos abrazados sobre una manta, porque solo alguien considerado como tú pensó en poner una cobija para que reposáramos. Y las carcajadas que nos acompañaron en el mejor de nuestros días.

No obstante, en esta ocasión, me dijiste que necesitabas hablar conmigo y, como si fuera la primera vez que lo hacías, solo me propusiste juntarnos a la orilla de la playa.

A todo o nada, me repetí, incesantemente, porque tenía que convencerme, darme un poco de valor, para confesar mis sentimientos, de una buena vez.

Tenía este amor tan oculto, aprisionado que, a ratos, olvidaba siquiera que fuera real.

No sé cómo fue que pasé tanto tiempo disimulando lo que era tan evidente, pero silencié estos sentimientos por el simple hecho de esquivar una mirada gélida. Me aterraba la sola idea de escuchar un no como sentencia. Que no fuera correspondido. O, peor aún, no recibir ninguna respuesta.

No confié lo suficiente en el cariño que me expresabas, mucho más cuando no lo merecía. Ya sé que lo sabías y no querías verlo. Por tu bien y el mío.

Y, ahora que lo pienso, debí haberte dicho antes que me había enamorado. Debería habértelo dicho mucho antes, como aquella vez cuando ebrios, extasiados de lo prohibido, te abalanzaste sin ninguna advertencia y te estrellaste en mis labios con un beso.

No hice ningún gesto o movimiento para apartarte.

En el fondo, lo deseaba tanto como tú.

Abrí mis labios, cerré mis ojos, como pidiendo un deseo, y presioné mi mano sobre tu pecho velludo y sudoroso. En su momento no me hizo gracia, solo sentía la calentura hirviéndome la piel, pero el sudor que emanabas siempre fue motivo de risas. Una razón más para acabar contento.

Si te deseaba de antes, de la primera vez que nos vimos, o si me confundieron las ganas irrefrenables de sentir el deseo abrasándose a mi cuerpo, jamás lo sabré. No me opuse. Me sentía demasiado atraído a ti, como una fuerza descomunal que obraba de maneras misteriosas cada que nos quedábamos a solas en algún lugar. Era magnético. Nunca me resistí. Solo consentía que nuestras ropas se desprendieran, una por una, botadas en el suelo, como capas que se abrían a un placer que recién conocía.

Y con la sincronía de nuestros besos me olvidé por completo del mundo; todo lo demás se difuminó en rededor, mis errores y aciertos, cada uno de mis temores, incluso lo diáfana que se volvió nuestra traición.

Antes de salir a tu encuentro, me miré por un segundo al espejo y, aunque supe que mi ilusión se desmoronaría como castillo de arena, le sonreí a mi reflejo. Decidí ser optimista.

Aunque no hubo un acuerdo previo ni otro mensaje, ya sabía que nos encontraríamos en el lugar de siempre.

Casi todo el día permaneció nublado, pomposas y rimbombantes nubes paseándose como si nada en las alturas, como cualquier otro día de otoño, sin embargo, cuando llegué puntual a nuestra cita, la luminosidad del sol se derramó fatigada en el cielo y colores violáceos, anaranjados y azulados envolvieron el atardecer.

Al principio, cuando llegué a la playa, el barullo de la gente que pasaba de un lado al otro, absortos, me impidió hacer contacto visual con la trascendencia inherente de tu mirada, que me reflejaba las mil y una vidas que ya habías transitado.

Supongo que el ocaso que deslumbraba de tus ojos morenos fue lo primero que me cautivo.  

Te divisé a lo lejos deambulando preocupado, con la cabeza gacha y el ceño fruncido, dando vueltas en círculo donde mismo. Pensé que no era propio de ti arrugar la frente, ni siquiera el estrés del trabajo lo lograba, así que ahí me di cuenta de la seriedad, la tensión que palpitaba en la distancia entre tú y yo.

Con cada paso elucubré una teoría más conspiranoica que la anterior. ¿Acaso dije algo malo la última vez que nos vimos? De seguro me pasé un poco con las burlas o nuevamente toqué la fibra sensible. Y me regañé por las veces en que no supe controlar mi lengua. Pero, sabía que mi humor; las bromas y desencuentros no eran el motivo de nuestra reunión. Nos quedamos de frente, como un embrollo que poco a poco se va desenmarañando, hasta deshilacharse por completo, y lo único que pude entregarte como ofrenda fue mi sonrisa infantil para aliviarte del peso que cargabas con tanto ahínco.

Tan absorto estaba en mi necesidad y pesares que no me di cuenta de lo doloroso que te resultó esperar por un mejor final.

Mientras lo anaranjado del atardecer se fue destiñendo para darle apertura a la penumbra, caminamos en silencio por la orilla de la playa. Dejamos que el eco de las olas que furiosamente embestían contra las rocas rellenara los espacios de una conversación que ya había comenzado. Entretanto mirabas al horizonte, como si estuvieras desesperadamente buscando por las palabras precisas que no llegarían a nuestra salvación, yo me dejaba carcomer por la ansiedad que irrumpió torpemente para luego arrepentirme.

“Escúpelo”, te dije sin dudarlo más, la primera estupidez que se me vino a la mente esperando que también me respondieras con otra tontería o un comentario mordaz, un poco subido de tono y acompañado de un guiño coqueto. Y me habría encantado que cumplieras mis expectativas, para variar, responderme con lo primero que se te viniera a la cabeza, de que ya querías terminar con todo el paseo como juego previo para llevarme a la cama, incluso habría soportado que me dijeras que te ibas de la ciudad. Sin embargo, mascullaste que no podías seguir haciendo esto, ¿esto qué? Te pregunté de sopetón, de la manera más ingenua, cuando sabía que “esto” significaba “lo nuestro”, un nosotros que me inventé por las ansias de tener una historia de comedia romántica, como cuando, sin darte cuenta, te enamoras de tu mejor amigo y, después de muchos malos entendidos y tribulaciones, tu amor es correspondido y todo se resuelve con un “felices por siempre”. Sí, era justo lo que me imaginé cuando caminamos inmersos hacia el crepúsculo de nuestra conversación.

Podríamos seguir siendo amigos, concluiste tras un breve y comedido suspiro. Qué consuelo, pensé, para mis adentros, y contuve la respiración para aguantarme las lágrimas.

Pude haberte atiborrado con suficientes argumentos, propuesto varios acuerdos, el haberme dispuesto a cualquier alternativa con tal de seguir surfeando con mis caricias lo sedosa de tus ondas y rizos plateados, pero ¿habría realmente otra alternativa para continuar? Tu conclusión envuelta a modo de propuesta pareció definitiva, por lo que acepté con toda la valentía que pude reunir en el instante en que tu galante mirada se encontró con la mía, una mirada que se suavizó de un segundo al otro para reconfortarme, como lo haría un viejo amigo.

De pronto, la furia de la brisa marina amainó y las olas que estallaban a diestra y siniestra sosegaron, y no pude evitar temblar de frío, como un ligero estremecimiento que te invitó a abrazarme, como lo habías hecho desde que nos conocimos.

Acepté, sin remordimiento ni reparos, porque era la única forma de seguir amándote, creyendo que sería mejor que cualquier otro tormento.

Comentarios

Entradas populares