¿Alguna vez te has enamorado? - Conversaciones con la almohada.
“Soy un fracaso” resuena como un susurro que me atraviesa lenta y suavemente.
Una clavada certera que me mantiene con los ojos abiertos ante la profundidad
de la noche. Y no puedo ni cuestionarlo. Parece que me quedé sin argumentos,
pero, aun así, hago el intento de repasar cada segundo del día como si fuera un
procedimiento que debe ser perfectamente ejecutado. Lo vivo diariamente como un
proceso meticuloso, un paso tras del otro, sin embargo, un solo traspié y me
hago sentir como la mierda.
Un pensamiento recurrente que me acecha tarde, en lo recóndito de
la madrugada, cuando se supone que debería descansar, simplemente cerrar mis
ojos para luego darle inicio a un nuevo día y después vivir el siguiente, y otro
más que ese. Sin siquiera preguntarme si es que estoy preparado para enfrentarlo.
Al costado, desde la ventana que da a la calle, una luz tenue y
cálida se filtra a través de las cortinas. No quiero prestarle demasiada
atención, porque podría irse mi sueño imaginando escenarios que nunca van a
ocurrir, pero de fuera escuchó el murmullo de conversaciones indistintas galopando
por el pavimento y, de alguna manera, aunque nada hacía presagiar, lo recuerdo.
¿No es agobiante?
Permanezco como un saco de carne y huesos amoratado y recostado cómodamente
sobre mi cama, con un tremendo espacio de mi lado izquierdo que se expande y me
pide, más bien, me reclama que lo comparta, pero la herida sigue abierta de la
historia anterior, y me ahogo con las lágrimas que aún no he logrado derramar. Un
grito se me quedó atascado deseando que todo fuera diferente.
De repente, oigo su voz dentro de mi cabeza repitiéndome que ya ha
pasado demasiado tiempo, pero no puedo evitarlo.
De todas maneras, ¿cuánto tiempo ha pasado realmente? Y hago los
cálculos entre los hitos y meses, mientras que paso de una pregunta a la otra y
una danza entre luces y sombras se me aparece de frente, entretanto, sigo con mis
ojos bien abiertos y el silbido del viento azota incesantemente contra la
ventana acusándome de insomnio, pero es solo una cuestión de mi ansiedad, me
digo como si fuera un consuelo, y la opresión que siento sobre mi pecho no
descansa ante el agobio de un nuevo día, del amanecer que no llega para
ducharme con su resplandor.
Entonces, abrigado, cubriéndome con las sábanas una sobre la otra,
siento el peso encima de mí como un abrazo para aguantar la soledad.
Y consiento que los pensamientos me aprisionen. Los engranajes de
la rutina, el almuerzo en solitario y comedido silencio, caminar con los
audífonos para evitar la compañía de mi voz interna y paralizarme en medio de
la calle cuando veo que otro hombre luce en sus labios tu misma sonrisa. Luego
me pregunto, si los luceros se van a apagar alguna vez, porque necesito
conciliar el sueño reparador para dejar de deambular entre fantasías, pero sigo
absorto en el suave movimiento de las sombras que van y vienen contándome una historia
que estoy condenado a repetir, y así se me van las pobres horas que necesito
para reponerme.
¿Sabes qué es lo que me mantiene despierto por las noches? El
tiempo que se va y no se detiene. Los mensajes que callé y su vacío distante.
La vida que se desenrolla y que culmina con un último suspiro. Y se sobresaltan
mis latidos, el olvido y que todo es incierto.
Sé que los vientos de cambio no pueden detener su curso, pero
podríamos parar un solo segundo y admirar la belleza del ahora que se nos va.
Y, sin darme cuenta, en algún momento de mi soliloquio cierro los
ojos por el cansancio y el aburrimiento de terminar hablando conmigo mismo, como
siempre, y para no seguir repasando cada detalle de mañana, el sueño finalmente
llega con la oscuridad que se me avecina lenta y gentilmente.
Quizá mañana sea diferente, lo quiero creer, y me duermo esperanzado que su calorcito me va a sostener.
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