¿Alguna vez te has enamorado?: ¿Es la herida o la esperanza?
Y si estoy ignorando las cicatrices, las curvas, los caminos que me
trajeron de vuelta, a mí.
Antes de empezar el torcido y sinuoso sendero, desde las alturas me
veo como un punto que se desvanece en el horizonte. El viento silba una sonata
que no reconozco. Me sopla el rostro con delicadeza y procuro prestarle
atención, pero sigo sin entender el suave susurro invitándome a seguir.
Quizá pueda sonar impertinente, renegando que gusto siempre de
tener la razón. ¿O de decir la última palabra? Y me cubro los ojos ante mi
reflejo, ya que, a veces no me gusta enfrentarme a las expresiones que se
delinean en mi rostro. El ceño fruncido, como si otra vez la hubiera cagado.
Esa mirada incisiva que suele ser mi peor enemiga, para sucumbir ante la
derrota o, tal vez, la culpa que siento por no saber amar, como todos los
demás.
Entonces, acuso a mis heridas y su eterna cicatrización que no
termina, por creer que he encontrado el equilibrio, que todo está bien cuando
acepto mi claridad y mis sombras, sin embargo, luego mando todo a la mierda y me
traiciono. Porque eso lo sé hacer bastante bien.
Tras la respiración profunda, suspiro, me armo de valor y
paciencia, como si fuera la tarea más pesada del universo, sosteniendo al mundo
sobre mis hombros. Y doy el primer paso, porque, aunque mire tras del hombro,
no hay manera de retroceder ni de volver atrás.
A pesar de que los días pasados me estén sujetando con sus garras, amarrándome,
me escapo como si fuera de viento. 
De pronto, todo se queda quieto. En un silencio solapado, quiero
que tú y yo estemos bien.
Avanzo y me olvido del camino de regreso. También ignoro las
señales, sorteo los obstáculos, pero igual me ahogo en un vaso de agua. Medio
vacío, medio lleno, qué más da. Me digo que, mientras tú estés bien, el sol no va
a demorar en despabilar las nubes grises que se ponen sobre mi cabeza. Si tú
estás bien, la tormenta se va a alejar y al horizonte veremos que se aparece un
arcoíris radiante, como si nada hubiera pasado. Y creo que puedo distinguir su
destello de las fantasías que nunca se hacen realidad, pero elijo creer.
Sigo las huellas, un paso tras del otro, en un hilillo de camino
que se extiende como una cuerda floja, la respiración se me acorta y el corazón
galopa, y suponiendo que no hago esto a menudo, dejo tiradas mis obligaciones y
pendientes. Me despojo de toda responsabilidad, como si fueran prendas de las
que me desprendo para sentirme más ligero. A ratos, siento que mi cuerpo, mis
piernas no pueden seguir el paso, pero, atravesando la pendiente, la brisa me
empuja, me eleva, me mueve casi como una pluma, flotando libre hasta alcanzar
nuevas alturas.
Me vuelvo un territorio inexplorado.
Creí que no iba a lograrlo. Pisando la pendiente que quedó tras de
mí, el aire es más delgado y transparente. Dejo que las bocanadas recuperen el
aliento y me quedo observando las miniaturas que se van moviendo para encontrar
el sendero. Extiendo los brazos a mi lado, cierro los ojos, respiro profundo y siento
cómo el dolor se despoja de mí como si fuera la más cruel de las suertes.
No puedo creer que llegué a la cima, que nuestro desamor es cosa
del pasado y ya no hay nada que nos ate el uno al otro, pero elijo creer.
Y no quiero creer que mis cicatrices serán heridas que solo cuenten
una historia de lamentos y no de sabiduría. En seguida, me tapo la boca.
Perdóname la impertinencia, digo, llenándoseme los ojos con lágrimas de
cocodrilo, pero realmente siento pena por mi desparpajo, indigno, rogando por
un par de migajas.
Me restriego las lágrimas secas y con una tibia sonrisa me digo que ya no vale la pena.
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