¿Alguna vez te has enamorado? - Revolucionario.
Desde temprano, en la primera mañana de junio, caminando por el centro
y atravesando con prisa la muchedumbre, como siempre, me sorprendí sintiendo
una envidia que me dejó pasmado.
Cuando los vientos de invierno se van colando a través de las
calles de la ciudad y la soledad parece ser la única compañía, se hace difícil
encontrar la calidez suficiente para protegerse de la indiferente frialdad,
pero una pareja que venía de frente parecía haber logrado el desafío. Y, aunque
me sentí contento por ellos, porque quizá en otras épocas habría sido motivo de
pánico en las calles, solo se avistaron dos hombres caminando uno al lado del
otro y tomados de la mano.
La verdad es que no importa la envidia que sentí ni tampoco lo
patética de mi confesión, lo único que importa es la ternura que vislumbré como
un rayo de sol traspasando lo grisácea de esa mañana lóbrega.
Dos chicos caminando, tomados de la mano, de frente. En los tiempos
en que vivimos, es el acto más simple y revolucionario.
Mi atención se fijó directo en el más alto. Quizá fuera por mi
complejo de hobbit o porque con su altura parecía protegerlo del mundo, cubriendo
y apretujándolo con su brazo izquierdo, atrayéndolo a su costado. Luego, vi que
entrecerraba sus ojos con cierta coquetería, mientras reía a carcajadas de los
secretos que se compartían y que le susurraba contra su oreja, como si hubiera
escuchado una de las cosas más chistosas. Y me habría encantado oírlas también para
ponerme contento.
¿Todavía nos quedan razones para sonreír con esa simpleza? Como si
el mundo no se nos fuera a la mierda.
Cuando pasaron de mí, el más gracioso de los dos se levantó de
puntillas para alcanzar su mejilla y besarlo con suavidad. Y en su pequeña
burbuja siguieron caminando, tomados de la mano y diciéndose cosas con total
complicidad, como si la gente a su alrededor no existiera, como si no formáramos
parte de ese pequeño mundo en el que estaban viviendo, juntos, apartados de toda
crueldad y dolor.
Me sentí ajeno a la realidad de aquellos afortunados que, por
casualidad u obra del destino, se encontraron y ahora profesan su amor con soltura,
sin miedo, a viva voz; tomándose fotografías, dedicándose mensajes y besándose
con pasión por las calles. Y es que no hay otra forma de transitar por la vida
que demostrando que estás vivo, que hay sangre corriendo por tus venas y que
cada segundo importa, pero yo estaba con el corazón demasiado roto como para
darme cuenta.
Era un espectro, otra ilusión.
Durante mucho tiempo creí que no era digno de aquella bendición,
como si amar fuera un don brindado por alguna fuerza mística solo para quienes
lo merecían. Y, antes de dormir, cada noche me preguntaba el por qué mi amor no
era correspondido y, si lo era, entonces, por qué todo terminaba en catástrofe.
Ese parecía ser el punto cúlmine, ya que, cada que vez que entregaba el
corazón, mi mundo se desmoronaba. En pedazos.
Y dudé de mi capacidad para amar. Tenía que haber algo defectuoso
en mí. A medida que fui creciendo, abandoné la idea de que el amor, que estar
enamorado y amar era un don, sino más bien, una capacidad que se desarrollaba
con el crecimiento y con el pasar de los años. Después de haber sorteado un
sinfín de obstáculos. Y, ahí, tras la tormenta, al final del arcoíris, lo
conseguías. Habías llegado a tu destino. El amor tocaría tu puerta; derrumbaría
los muros y cruzaría las fronteras, traspasaría todo límite y vencería al más
complejo de los males. Pero, por más años y experiencia que parecía obtener, más
excluido me sentí de aquellos que lograron desarrollar dicha capacidad y amaron
a rabiar. Entretanto, yo me quedé esperando.
¿Qué había de malo en mí? Me preguntaba y rezaba para limpiarme de
todo mal. Desdichado, como una falla en la mecánica de mi corazón, maldecido a
recorrer las calles frías de la ciudad sin el resplandor de la luna para guiar
mis pasos o sin los sonetos de la poesía para consolar mi existencia frágil,
como un pajarito con su ala rota.
¿Y cómo cambiar un destino que ya está escrito?
Solo se necesita de un salto de fe. Un acto revolucionario.
Tenía que ser yo el esquivo. No había otra respuesta. Tenía que ser
yo el huraño que evitaba la ternura y pasión de los poemas, la danza entre los
cuerpos celestes y la eterna promesa de un “felices por siempre”. Hoy quiero dedicarme
a aquella promesa, si es que mi compromiso lo puede consumar.
Luego, al verlos pasar contentos y enamorados, me di cuenta que, en realidad, jamás sentí envidia. Sentí orgullo. Esperanza y orgullo por los años venideros. Por los tiempos en que un beso de dos enamorados que se toman de la mano no serán juzgados, oprimidos ni aprisionados por la ignorancia atrevida de quienes nos rodean, sino que la ternura y la comunión serán la vía para seguir adelante.
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