¿Alguna vez te has enamorado? - El mal querer.


Mientras estás a mi lado, absorto, con la mirada perdida en el horizonte, yo me quedo observando la expresión sombría en tu rostro. Tu ceño fruncido y el atardecer se van ligeramente oscureciendo tras tus pestañas. Quisiera saber, ¿cuáles son los pensamientos que te mantienen despierto? Aquello que te tiene dando vueltas y vueltas y vueltas en la cama. Creí que podía leerte la mente y me doy cuenta que es otra de las puertas de tu vida que se me cierran en la cara. Luego de darle tantas vueltas, suelto un bufido, pero ni siquiera lo notas. Te quedas embobado, mirando la nada. También me pregunto si esos pensamientos tendrán que ver conmigo. Pensamientos intrusivos, imágenes que no te dejan conciliar el sueño. O ¿será tu conciencia la que está intranquila? No creo que sea tan importante ni el centro de tu universo. De todas maneras, pongo mi cabeza sobre tu hombro y te digo en un tono suave que hace algo de frío, esperando que vuelvas al presente, en este momento. Los dos envueltos en un aire tenso, de frente a la playa. Pero pareces no tomarlo en cuenta. Aunque no quería interrumpir el tormento que se cierne dentro de tu cabeza, no puedo evitarlo.

Suelo culparme por las inseguridades de los otros.

Sin quererlo, me transformo en un espejo que refleja sus ansiedades, aquellos pensamientos que hurgan, taladran dentro, en lo profundo de esa mente dañada y aletargada, paseándose como espíritus que las polillas atraen.

¿Cambiaría en algo lo que pueda decirte? Quiero preguntártelo, para que puedas descansar de la constante producción de escenarios fantasiosos e ilusorios, sin embargo, me quedo esperando por la aparición de la primera estrella. El cielo se ensombreció y no logro interceptar su pálido resplandor. Quizá desearía que te brinde la seguridad que necesitas y que sepas con certeza que mis sentimientos son recíprocos y genuinos. Es eso lo que te tiene alerta, ¿no? Como una constante amenaza. Aunque me miras de frente, nunca lo notas dentro del brillo de mis ojos.

A veces quisiera ser como un río que fluye, dejando atrás todos los males, cada cosa que nos dañe. De los sentimientos que no nos pertenecen y despojarme de la culpa ajena antes de zambullirme en aguas cristalinas. Desnudo, vulnerable y puro. Hundirme con piedras en los bolsillos, para luego olvidarlo todo.

Y tal vez lo prefiera, culparme por sus inseguridades, si es que me aburren, me atosigan o me consienten en demasía. Tal vez quiero que así sea. Es más fácil de afrontar que una verdad cruda y difícil de soportar. Y no digo que para mí lo sea, solo necesito de algo tan simple como un tiempo fuera. Solo. A solas, con mi soledad. No obstante, en el instante en que me aparto hacia mi mundo, que me vuelco hacia el mundo de las ideas, la rabia de las olas golpea con tal fuerza contra la orilla que lo despierta. Se agobia y se queda sin el aire necesario para volver a respirar.

Es parte de nuestro trato; en el que te cortas limpia y sosegadamente con mi puñal, mientras que yo solo mantengo la cabeza gacha y te pido disculpas con mi voz apagada.

Sin más preámbulos, es mi culpa.

En la en escena que preparaste tan delicada y meticulosamente, después de ignorarme con el frío de tu indiferencia, me culpo por mi egoísmo, mi egocentrismo que nuevamente te pone bajo mi pulgar. Mientras discutimos y el oleaje grita cada vez más fuerte, te escupo con mi narcicismo enfermizo, ese mismo por el que reclamas cada que iniciamos una conversación en la que siempre tengo la razón. Porque solo yo puedo disfrutar de los halagos y reflectores. Nadie más que yo. Pero, si te soy honesto, aunque no me lo vayas a creer, lo único que quiero es descansar de los grandes escenarios, de la luz sofocante y de los aplausos estruendosos. Y ese podría ser mi deseo final, que, en la última puesta en escena, tras el insoportable monólogo sobre tus sentimientos no correspondidos, tu lagrima de cocodrilo sea la señal, para que la bajada de la cortina me corte la cabeza con su caída.

Ya no da para más.

El dolor se vuelve iracundo. Suspiro, sin más remedio que escucharte vociferar contra mis pestañas durmientes. Y quiero gritarte por la envidia que sientes de que yo pueda conciliar el sueño con mi conciencia aliviada, pero te concedo una mirada aletargada.

Agonizante es la esperanza de este amor que se nos escapa.

Sin nada más que hablar, los dos de pie, te sujeto con ambas manos, aunque las espinas me hieran, pero se siente sublime el aroma que desprenden las rosas. Y, de frente a mis ojos, te quedas embelesado con el brillo cálido y yo agacho mi cabeza viendo el carmesí que mancha mis manos.

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