¿Alguna vez te has enamorado? - Qué pena la mía (Parte III)


Que no llore no significa que no me duela.

Te dije adiós y seguí con mi vida. Eso es lo que hacemos los adultos, crecemos y maduramos, como las frutas. También nos pudrimos. Y luego seguimos funcionando. No sé cómo, pero lo hacemos todo, con la pena a cuestas; la somnolencia y el corazón roto. Y no es que me sienta orgulloso de bordear el filo de la tristeza, negando que duele, y salir airoso, cuando la verdad me quema como un tempano de hielo. Por su indiferencia. Trato de cubrir el sol con un dedo, pero vuelve a quemar y la herida sigue abierta.

Perdura la pena.

Que no esté llorando no significa que no sufra. Siento en lo profundo de mis entrañas la pena de tu ausencia. La falta de tu compañía, que, alguna vez, tus brazos me cubrían del frío, y ya no tengo tu abrigo en las noches de lluvia y era mi prenda favorita.

Como yo tomé la decisión, sus miradas inquisitivas esperaban que saltara de alegría. La vida continúa. Me levanto en la mañana, elijo caminar con una sonrisa, entierro mis muertos y evado la idea de ti. Me cubro en trabajo. Me desconecto, incluso de mí mismo. Siempre maduro, siempre fuerte. Porque eso es lo que se espera de mí, pero duele.

Lloré y me dolió. Sangré y lo dejé fluir.

Siento tu ausencia. Me penan nuestras risas en las tardes de cita, de las películas que se proyectan en el cine y que ya no iremos juntos a verlas. Especialmente las películas de terror, cuando cada uno de tus sustos y sobresaltos daban más miedo que la película misma, y temo que sea el último vestigio que habrá para mí de un amor posible.

Más allá del vacío, estoy lleno de recuerdos; nuestras conversaciones que hacen eco en las paredes y de tu fragancia que reposa en mi almohada.

Que no esté llorando, desangrándome en cada latido, no quiere decir que no esté doliendo.

Y, tal vez, vivir con nuestra muerte sea mi penitencia. Mi mayor consuelo.

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