¿Alguna vez te has enamorado?
Irrumpiendo tu habitación, atravesando las cortinas, los rayos de
sol me acariciaron el rostro con gentileza. Abrí mis ojos con lentitud,
desconociendo la hora, pero seguramente aún era temprano. Presté atención al
ruido de la calle y al no escuchar bocinazos, sirenas ni gritos de la
muchedumbre, me tranquilicé pensando que se trataba de otro domingo cualquiera.
Aún estaba envuelto entre las sábanas, tan cálidas y sedosas que me tenté a
desperezarme, pero no quise despertarte.
Durante un rato, mantuve los ojos bien abiertos y encarando la
ventana. Las cortinas se mecían con delicadeza y ansié abrirlas, de par en par,
para dejar entrar la brisa fresca.
De repente, los recuerdos de la madrugada embistieron contra mí
como una avalancha.
No me arrepiento de nada.
La suavidad de las sábanas abrigó mi piel desnuda y me avergoncé.
No entendía por qué me sentí tan vulnerable, pero mis mejillas se sonrosaron. El
cuerpo se me encogió. No estabas tan cerca, pero el peso de tu cuerpo seguía
recostado junto al mío.
Luego, se nos vino la noche sin estrellas. Nuestras caras desvanecidas
frente a la televisión y su resplandor. La música sonaba, pero la dejamos de
escuchar cuando nuestros labios se comían. En el living, el silencio de la
madrugada flotaba a nuestro alrededor. Solo se oía el golpeteó violento de mis
latidos contra tu pecho.
Entre jadeos, te separaste de mis labios y susurraste que mejor nos
fuéramos a tu cama.
Cuando me llamaste hace dos semanas, diciendo que vendrías de
visita por el fin de semana, no pensé que te harías el tiempo para juntarnos.
Tienes tanta visita social, te dije riendo, pero me respondiste que ninguno
como yo. Ninguno tan especial como yo. Siempre ejecutaste tan bien la palabra
precisa y el gesto perfecto. Cómo no iba a enamorarme así, tan profundamente.
Así que acordamos reunirnos en tu casa para beber margaritas, escuchar un poco
de música y distraernos con una grata conversación.
¿Qué podría salir mal?
Ahora que miro hacia atrás, me parece sorprendente lo sobrecogedor
de este sentimiento que perdura. A pesar de la distancia, lucha por sobrevivir.
Cuando te mudaste ese verano, quedé destrozado. Mis sentimientos no
fueron correspondidos y, aunque quedamos como amigos, fue como apuñalarme y
recibir otra estocada. Sin embargo, con tu despedida, pensé que tal vez sería
lo mejor.
Quizá era justo lo que necesitaba para despojarme de este amor que
no claudica.
Y no cedió ante los kilómetros que nos separaban. Tampoco a la
falta de presencia y de llamados, ni mucho menos cuando ambos seguimos con
nuestras vidas.
Recogí las sábanas para ponerlas sobre mi pecho y erguí mi cuello
para ver dónde mierda había tirado mis prendas. Los recuerdos de la madrugada seguían
borrosos, tratando de acordarme dónde me desprendí de la ropa, fue como tratar
de ver a través de la neblina. De todas maneras, saqué mi pierna izquierda e
inmediatamente me arrepentí. Me dije que debería cerrar mis ojos y volver a
dormir. Pero moví mis brazos, me destapé y dejé las sábanas arrugadas sobre la
cama. Me senté y te di la espalda. Si estabas despierto, de seguro toda la
escena te causaría demasiada gracia. De cuándo tan tímido, me dirías con una
risa burlesca, como si fuera la primera vez que nuestros cuerpos colisionaran.
Mi bóxer estaba justo frente a mis pies. Lo sacudí y me lo puse
rápidamente. Me levanté de la cama, giré mi cabeza y ahí estabas, durmiendo.
Acostado con tu cara sobre la almohada, como en caída libre. Sin duda que nos tomamos
las copas de margarita como agua.
Sentado del lado izquierdo de la cama, me quedé por unos segundos
con los pies flotando sobre el piso. Quedadamente, observé el tatuaje colorido
tras tu espalda alta. Te veías tan plácido durmiendo que quise acariciar tus
rulos desteñidos. Pero me abstuve.
¿Por qué me sigo haciendo esto?
La habitación permaneció en penumbra. Creí que aún era demasiado
temprano como para levantarnos y desayunar. Pero sabía que me dirías que
hiciera lo que quisiera, porque tu casa siempre había sido mía. Así que, con un
par de pasos atolondrados, salí por el umbral y me dirigí hasta el balcón. Corrí
el ventanal con cuidado y me agarré a la barandilla para contemplar el
horizonte. La brisa me refrescó el cuerpo sudoroso y, por un segundo, no
extrañé no haberme puesto polera.
El día parecía como cuando no sabes si es muy temprano en la mañana
o tarde. Las nubes grises y pomposas flotaron con parsimonia en las alturas y
el sol se quedó eclipsado, ocultando su iridiscencia tras la nubosidad, sin
posibilidad de lucirse.
En ese momento, a lo lejos, volvió el estruendo, los bocinazos y
las sirenas vociferando.
Reposé mi pecho sobre la barandilla, asomé la cabeza para ver
abajo, al abismo, mirando los autos que se perdían por las calles, y contuve
las ganas de llorar. Me sentía tan vacío. De repente, la pena se aferró a mí,
sacudiéndome los hombros y me hizo temblar. Con rabia, las lágrimas lucharon
por salir. Y batallé conmigo mismo. Cerré los ojos. Respiré profundo. Nuevamente
sacudí el cuerpo y me restregué los ojos.
Impávido, con los pies bien puestos sobre la tierra, encaré al precipicio
y me rodeaste con tu abrazo.
-Sabía que te encontraría por aquí. – Susurraste tu aliento cálido
contra mi oído.
Y con la estrechez de nuestros cuerpos, nuevamente los recuerdos se
me vinieron vividos.
En la madrugada, cuando apagaste las luces del living, se quedó la
televisión resplandeciendo frente a nuestros rostros. Mientras seguía
hablándote sobre videos que ya ni recuerdo, te abalanzaste sobre mí y me
agarraste la cara. Tal vez solo querías callarme. Pero, por un segundo, nos
quedamos mirando y me besaste. Nos besamos. Sobre el sillón, con desesperación nos
comimos los labios. No los probaba de meses, pensé y reí, mordiéndolos despacio.
Pasé mi lengua saboreando tus labios. Seguro pensaste que me estaba burlando de
ti, así que me hiciste cosquillas y, entre giros y carcajadas, caímos al suelo.
Estábamos demasiado ebrios y contentos como para reparar en las
consecuencias. Y con tu aliento cálido y envolvente me susurraste una
invitación.
No fue nuestra primera vez. Pero podría ser la última.
Siempre me digo lo mismo.
Me tomaste de la mano, nos levantamos del piso y sonreíste. Nos
seguimos besando y flotamos, hasta encerrarnos en tu habitación.
Contra la barandilla, sintiéndote duro como roca, giré mi cabeza e
inhalé tus gemidos como una bocanada de aire fresco. Me aferré a tu cuello y
nos besamos. Con hambre nos comimos. Mordí y lamí tus labios para saciar mi
sed, pero solo me hizo desearte más.
Y, sin pensármelo dos veces, lo volvería a hacer.
Pero, sin dudarlo, sería nuestro final.
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